Las posibilidades de publicar a un autor nuevo (o novel) son muy escasas. Pero no debemos rasgarnos las vestiduras tan rápidamente y pensar en cómo les fue a los escritores de otras épocas. Recuerdo mis lecturas del genial Bukowsky y su inefable sueño de publicar alguna vez sus obras mientras limpiaba las letrinas de un periódico local. También recuerdo en la magnífica obra El olor de la guayaba, de Plinio Apuleyo, cuando el propio Gabriel García Márquez se refería a su primera obra, La hojarasca, como impublicable, eternamente rechazada por editores de medio mundo. Al propio Cervantes le costó Dios y ayuda encontrar un mecenas con el que pagar sus servicios al impresor Juan de la Cuesta.
No, no lo tuvieron nada fácil nuestros antecesores. Incluso cuando alguno de ellos consiguió publicar y vender un buen montón de libros acabó, seguramente, dormitando en una fosa común hasta el día del juicio. Otros corrieron mejor suerte: Los hijos de familias de bien, aquellos que podían costearse sus impresiones y correr con los gastos del transporte que exige una buena distribución. Condes, Marqueses, Arciprestes… Nobles y clérigos que encontraron la gloria después de aflojar sus talegas rebosantes.
Es posible que hoy lo tengan algo mejor aquellos que pretenden colocar su obra en el complejo mercado del libro. En la actualidad existen múltiples fórmulas para poder sacar un libro a la luz, aunque no todas son adecuadas ni aportan crédito literario al autor. En este sentido me gustaría que leyeran este otro artículo de este mismo portal.
Pero lo que siempre estará vigente, a pesar de las diferencias entre antaño y la era tecnológica que nos ha tocado vivir, hay algo que sigue siendo vigente y universal para que una obra transcienda en menor o mayor medida: que la obra sea buena. Esto, que puede parecer baladí, es algo que muchos autores, enchidos de vanidad, olvidan obsesionados con que su nombre perdure.
E de H